Leer en familia *
Si alguna dificultad hay para la lectura en familia en este nuestro presente, no tiene que ver con el acto de leer, que es tarea, una vez aprendida, a la que le nacen alas de todos los tamaños y vuela, con rumbo o sin él, más allá incluso de nuestros confines personales.
Leer es tan fácil como caminar, como recoger agua en la cóncava palma de la mano y acercarla a nuestros labios, como estar vivo.
Siendo así y admitiendo que alguna dificultad pudiera haber para leer en familia, resulta evidente que ésta recaería sobre el segundo término del título en cuestión. Quiero decir que lo difícil es pertenecer a una familia.
Quedan pocas familias a nuestro alrededor.
No vayan a pensar que esta afirmación se suma al guirigay de quienes se niegan a reconocer como familia los nuevos (o no tan nuevos) modelos que incluyen casi todas las posibilidades de la combinatoria.
Me refiero a otra escasez de familias, lo que me obliga a definir qué entiendo por familia alejado de denominaciones más o menos administrativas.
Familia son unos cuantos seres humanos que viven juntos durante un largo periodo de tiempo.
Algunos de esos seres humanos decidieron en su día vivir juntos, otros no lo decidieron. Hay la misma cantidad de libertad en la decisión y en la obligación. Dicho de otra manera, quienes se juntaron y quienes se sumaron a los primeros por ocasión de descendencia cumplieron con su destino. (Nota: el destino no precede, es siempre posterior, lo que no exime de cumplirlo).
El mínimo de personas para que se dé familia es de dos, a condición de que entre las dos medie una diferencia de edad sustantiva.
Una pareja de enamorados, incluso de recién casados, nacida en la misma década, no es familia.
El máximo de personas que admite una familia es ilimitado. Metáforas religiosas y políticas nombran a la familia universal.
Coinciden en la familia tiempos de vida distintos, siendo los reconocibles el de la niñez, el de la edad adulta y el de la vejez. Las transiciones entre un tiempo y otro sean naturales o administrativas, tales como la adolescencia y la jubilación, quizás no puedan considerarse tiempos, del mismo modo que los túneles que comunican dos valles por vía férrea no pertenecen al paisaje.
Los distintos tiempos de vida se viven al mismo tiempo.
Cuando decimos que los miembros de una familia viven juntos decimos que en un mismo espacio que venimos llamando casa se juntan para comer, dormir, jugar, hablar, callar, abrazarse, enfadarse, requerirse, llorar, reír, cantar, temer, olvidar, inquirir, demandar, imaginar, beber, recordar, enfermar, morir, nacer.
También se juntan para alejarse de ese espacio y para regresar a él.
Estas dos últimas acciones se presentan con formas bien distintas: el paseo, el viaje, la emigración, el exilio y la muerte, no siendo siempre posible el regreso.
Una familia es una familia donde esté; paisaje y objetos no son atributos.
Quien dice persona dice, con poco más esfuerzo, personaje. En las familias cada persona puede desempeñar el papel de uno o varios personajes, ahí están hijo, madre, abuela, que fueron hija y madre, hija de otra madre, y que serán padre y abuela y abuelo de otra hija que será madre… Añadamos tío, tía, sobrino, sobrina, primo, prima…
Y no sólo eso, personajes de carácter: el cómico, el gruñón, el avaro, el acudiente, el terco, el generoso, el valiente, el sabio, el aventurero, el cobarde.
(Valen todos los femeninos)
En una familia siempre falta alguien, siempre alguien se fue y no vino, quizás ni siquiera estuvo, no llegó nunca: la niña que no nació, el amante que no acudió a los brazos de la amada. Ese personaje es el ausente.
En una familia siempre falta algo: un mantel limpio, una mesa, un pedazo de pan, las ganas de comer. La familia es un lugar privilegiado para el deseo; no porque desee muchas cosas, al contrario, una familia desea poco, pero lo desea intensamente, éste es el privilegio.
En una familia siempre hay algo escondido; unas cuartillas en un cajón, una trenza de cabello en un armario, una fotografía entre las sábanas que ya no se usan, un anillo entre los tarros de la cocina, un secreto en el alma.
En una familia alguien sabe hacer algo y sabe hacerlo bien, conoce un oficio. Y quienes no saben hacer algo quieren saber hacer algo y no descansan hasta que saben hacerlo.
En una familia es fácil matar a alguien, puede que resulte incluso más fácil que matar a otra persona que no sea de la familia.
En una familia es fácil sembrar el miedo, acariciar la envidia, regar la maledicencia, cultivar el rencor, abonar las bajas pasiones, recoger los frutos amargos, tareas todas ellas de demonio disfrazado de hortelano; en una familia es fácil volver la vida un infierno siempre en flor. Incendiada.
Cuando todo esto, y algo que se nos viene olvidando, sucede, pensamos que la familia se parece mucho a la literatura. Obviamente el parecido se da; en sentido opuesto: es la literatura la que se parece a la familia.
Es la literatura la que ha nacido para que esa familia tenga un modo de representación digno, profundo, bello, donde pueda verse reflejada y encuentre la posibilidad de entenderse a sí misma y la posibilidad de otorgar algún sentido a la siempre extraña circunstancia de estar todavía vivos.
La familia acude a la literatura porque no le queda más remedio; lee, canta, actúa, recita o cuenta, que todas son formas de lo literario, como si anduviera, como si comiera, como si amara, porque no puede no hacerlo. Negarse a ello sería negarse a sí misma, camino de negación que ha abierto el último capitalismo conocido, que ha sido capaz de llenar el mundo de libros y arrebatarnos el tiempo y el ánimo para leerlos en la soledad acompañada de una (o varias) familias. El capitalismo sueña un mundo sin familias.
Sí, leer es fácil. Vivir es algo más difícil.